He vuelto Madre, de un largo viaje que emprendí, sin zurrón ni zapatillas, acompañada tan sólo, por el labriego sudor de muchas lágrimas sobre mis mejillas.
Y
entonces, vinieron todos juntos los dolores adosándose a mis venas,
mi cuerpo era un plañido de mil campanas rotas, el infortunio
llegaba por el camino de la amargura.
Quería volar, pero mis alas estaban rotas,
viendo un cielo negro y sin luna detrás de las cortinas de mis
angustias.
Adosada
en su lecho y prendida de su lado día y noche, el cansancio no me abatía ni el
sueño llegaba, recitando versos inéditos sin que ella oyera mis palabras,
atesorando en mi mente, oraciones y recuerdos, que le diría cuando
se despertara.
Cuando un
atisbo de vida volvía a su cuerpo me miraba sin saber quién era, la
abrazaba, y muchas veces, ella me decía madre.
Su mirada trastornada, su pensamiento
fuera de su cuerpo, tirando de ella y de aquella silla de ruedas que era, cual
un crucificado, abatido por su cruz, dábamos en silencio un corto paseo.
Otras
veces, cuando dormía, mi mente iba desgranando los momentos
maravillosos de cuando era una niña y me iba a la escuela, ella me
repasaba de arriba abajo, cual un capitán a su tropa, antes de salir de casa,
para que fuera muy limpia, sin ninguna mancha en mi falda o en mi chaqueta.
Durante
su larga enfermedad, mi plegaria a la Virgen siempre era la misma…”Cuando te la
lleves de este mundo, ven Tú a por ella”, para que no tenga miedo, para
que por ese túnel que a todos nos aterra, no se pierda, para que
con Tu luz olvide los sinsabores y los dolores de esta tierra.”
El verano
se despedía cansino, las nubes poblaban el cielo aquella mañana, con barruntos
de tormentas, cosa que a ella, la aterraba, cuando éramos niñas y el cielo
se iluminaba con sus rayos fugaces, nos recogía cual una gallina clueca recoge
a sus polluelos, y junto a ella en su cama, rezábamos el rosario, y como por
arte de magia, los truenos callaban y por los oteros se perdían.
Inmóvil
se quedó aquella mañana, como un pajarillo desvalido, con la cara
amalgamada de cera y con una tenue sonrisa en su boca.
Allí
estaba, sin poder darme el último de su abrazo, los últimos
besos, ni las regañías que me prodigaba cuando algo estaba mal hecho, o se
me escapaba alguna mentirijillas.
Deshecha
en el llanto me encaré con el Cielo, con los Santos, con la gente, con el color
negro, con aquellos hombres y mujeres que me abrazaban, sin sentir el abrazo en
mi cuerpo.
Solo me
quedaba regarla de besos, para que se fuera con el cargamento de mis
postreras palabras y del amor, más grande, que ninguna balanza puede
medir en esos momentos.
Abrazada
a las yemas de sus manos, a su vientre, como un río de lágrimas que se
perdían por la pendiente de mis ojos, sin luciérnagas que me alumbraran…Se fue
de mi lado para siempre.
Un abrazo
póstumo incendió el espacio, la tormenta en mi corazón hacia mil estragos, nada
ni nadie, podía detenerme, para que me alejara de su cuerpo inerte.
Unas
campanadas en aquel silencio, me hicieron despertar de mi dolor y mi
desesperación, al saber, que ya se la llevaban, que no volvería a
verla.
Al
volver de dejarla en aquel Campo Santo, donde quedó para siempre su cuerpo, un
temblor recorrió mi alma y mi cuerpo al ver la fecha, en la que haba muerto.
El ocho
de Septiembre, día de la festividad de Nuestra Señora la Virgen de
Guadalupe, Patrona de Extremadura” de la que ella, era una ferviente
devota.
Entonces
comprendí que sí, que si me había oído mi otra madre, la Madre del Cielo.
Y me
entró una alegría por todo mi cuerpo, al pensar, que ahora juntas las dos
están en los Cielos.
Encarna Recio Blanco
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